Cinco años después de los seísmos que mataron a nueve personas, los vecinos denuncian que todavía hay 60 afectados estancados «en el ‘minuto cero’ del terremoto»; no son las únicas heridas que aún no se han cerrado
Las cicatrices de Lorca son las cicatrices de sus vecinos. Profundas cuchilladas que aún sangran con un sencillo café, en una conversación de andar por casa, con ese camión de gran tonelaje que hace vibrar las ventanas. O simple y llanamente con un pequeño (o gran) temblor del suelo, con uno de esos seísmos que ya se han convertido en el forastero inesperado cada cierto tiempo, como el de 3,7 grados en la escala Richter que el pasado día 3 de mayo volvió a levantar baldosas y desasosiegos. La cicatriz se aprecia a simple vista en el tajo que atravesará para siempre la Torre del Espolón, en el Castillo. En las grúas sobre el barrio de San Fernando. La cicatriz más grande, más profunda, es la memoria de los nueve fallecidos aquel funesto 11 de mayo de 2011. Heridas que siguen cosidas con delicados puntos de sutura, con la cirugía de la superación, del empuje, de la convivencia y la solidaridad. Son las marcas, por ejemplo, que recorren el cuerpo de Amor Hernández, una mujer que hoy está viva gracias a una de las víctimas mortales del terremoto, donante de órganos. Amor recibió un páncreas y un riñón, casi una vida entera, aunque cinco años después lucha contra un enemigo inesperado: un cáncer de boca que atacó su cuerpo débil, que la propia Amor compara con «un campamento, de noche, con todos los soldados dormidos… Un campamento sin defensas que el cáncer atacó por donde quiso».
O las de Cristóbal Meca, mecánico, a quien un edificio del barrio de La Viña casi se le viene encima. El mismo armatoste de tres plantas que sepultó su taller y casi atrapa a sus hijos. Son cicatrices que no rompen arrugas en su ajada piel pero se dejan ver cuando este currante sin ganas de jubilarse no puede reprimir las lágrimas, mientras vuelve la vista hacia las 18.47 horas de aquel día de primavera. Es un recuerdo demasiado recurrente para lo que su lúcida mente desearía. Demasiado duro para contar delante de la cámara. En la misma calle de su taller, de su casa, murieron vecinos. Otros salvaron la vida de milagro.
O las de José Alberto Lario, que cicatrizan a la vez que aplica mercromina burocrática a las heridas institucionales de sus paisanos, solo en calidad de representante vecinal. O las de ‘Clemen’ González, policía local jubilada, una de las involuntarias protagonistas de la portada de ‘La Verdad’ en aquel duro despertar del 12 de mayo, hoy tan dura de oído como frágil de llanto. Aún le cuesta dormir. Aún recibe tratamiento psicológico. Aún se estremece con cada temblor de tierra, de su tierra. Maldita falla de Alhama que, pese a todo, no es capaz de borrar su sonrisa. De arrebatarle a ‘Clemen’ la alegría de vivir.
No es la única, ni mucho menos, que necesita ayuda para cerrar unas heridas que, «hasta después de estar curadas, se vuelven a infectar», observa Cristóbal Meca. Aquella misma mole de ladrillos y hormigón que rozó la vida de la familia Meca sí acabó matando a Toñi, una vecina de la misma calle que intentaba proteger a sus dos hijos de 3 y 6 años. Lo consiguió. Sergio y Salva tienen hoy 8 y 11. Su marido, Salvador, está «mal, para qué nos vamos a engañar». También en tratamiento psicológico. Y psiquiátrico. María José Carrillo, la médico del 061 que alejó de los escombros a los dos críos (y a otros muchos vecinos, aquel día), aún recuerda cómo el pequeño Sergio agarraba con fuerza el bocadillo de salchichón que su madre le había preparado para merendar. “Como si se aferrara a la vida misma”, describe Carrillo. La vida, representada en un trozo de pan lleno de polvo y piedras; en un niño de tres años herido, sin madre, con una sola zapatilla de velcro en los pies y una camiseta de Rayo McQueen.
Muertos
Búsqueda y rescate de heridos en el edificio Puerta de Lorca, que se vino abajo en el barrio de La Viña. El inmueble se ha vuelto a levantar y a él han vuelto las familias que lo habitaban.
En la memoria de los protagonistas aparece siempre el caos, pero también el ruido, «como de aguas bravas» –define ‘Clemen’– de los dos seísmos de 4,5 y 5,1 grados en la escala Richter que hace justo cinco años resumieron a polvo y ruinas la Ciudad del Sol, provocaron nueve víctimas mortales y más de 300 heridos, afectaron a más de 20.000 viviendas –de las que 1.152 tuvieron que ser derribadas, según las cifras oficiales– y dejaron fuera de sus casas a más de 40.000 personas en un primer momento. Sesenta meses después de que la tierra se desperezara, de que la falla de Alhama liberara su tensión, la situación es bien distinta. Ya se han reconstruido 770 viviendas y otras 790 están en fase de reconstrucción, siempre según los datos del equipo de Gobierno del Ayuntamiento, que no obligatoriamente coinciden con los que ofrece la oposición. Aun así, un simple paseo por el barrio de La Viña basta para apreciar el notable cambio que ha experimentado la ciudad en estos cinco años.
Sin embargo, los efectos de los terremotos aún son visibles también en La Viña, donde queda mucho por hacer. O en San Fernando. O en el mismo centro de Lorca, donde la vida bulle un día más entre andamios, contrafuertes de metal y alguna que otra grúa. El bosque metálico que hace solo unos meses emergía de la ciudad ya no es tan denso, pero aún sigue dando frutos en forma de nuevos edificios, de ansiadas rehabilitaciones. Las muchas obras que todavía salpican el mapa urbano no suponen un obstáculo, sin embargo, para los turistas ‘guiris’ –y no ‘guiris’– que a diario siguen pateándose la urbe, curiosos. Ya no está disponible la excursión ‘Lorca, abierta por restauración’, pero los visitantes siguen preguntando por las heridas que dejó el terremoto. Al menos, por las cuchilladas más llamativas… en los edificios más emblemáticos del centro, tanto públicos como privados. Además de la «más visible de todas», la de la torre del Espolón del Castillo de Lorca, el San Patricio decapitado (por los temblores) de la Colegiata es solo una simple muestra incluida en la ruta que ya se ha aprendido al dedillo del experimentado guía (y arquéologo) Enrique Pérez Richard.
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de las 25.000 casas afectadas han sido reparadas
Pero los turistas, asegura Pérez Richard, no solo se interesan por el patrimonio histórico. Es más, su principal preocupación es «la gente. Cómo están los lorquinos años después del terremoto».
Y esa respuesta hay que encontrarla palabra por palabra, puerta por puerta, en cada uno de los casos, de los dramas, de las historias que dejaron atrás los mortíferos seísmos. Ninguno se parece al de su vecino, aunque todos los recuerdos parecen tejidos por las mismas costuras. Empatía. Solidaridad. Impotencia. Rabia. Dolor. Fuerza. Superación. Y también ciertas dosis de indignación. José Alberto Lario, maestro, adicto al ‘rock’, es el portavoz de la Asamblea de Vecinos de Lorca Afectados por los Terremotos, una asociación que «se tiene que extinguir», pero que cinco años después sigue tan activa como el día que nació. Los problemas no dejan de llegar y, de hecho, hay «60 familias que nosotros decimos que están en el ‘minuto cero’ del terremoto». Según los cálculos de los vecinos, entre mil y dos mil personas aún no han vuelto a sus casas, alrededor del 50% de quienes vieron cómo demolían su inmueble. Algunos de ellos siguen ‘exiliados’ en Águilas o en Puerto Lumbreras a la espera de una solución. Otros, tal y como denunció en su día con buenas dosis de polémica el ex diputado del PP Vicente Martínez-Pujalte, se gastaron el dinero de la indemnización en artículos de «consumo» o lo metieron en una cuenta a plazo fijo. Según la versión de Martínez-Pujalte, claro. En Lorca no hace mucha gracia plantear esta cuestión. Y, en según qué calles, tampoco mentar al político del PP.
No es la única, ni mucho menos, que necesita ayuda para cerrar unas heridas que, «hasta después de estar curadas, se vuelven a infectar», observa Cristóbal Meca. Aquella misma mole de ladrillos y hormigón que rozó la vida de la familia Meca sí acabó matando a Toñi, una vecina de la misma calle que intentaba proteger a sus dos hijos de 3 y 6 años. Lo consiguió. Sergio y Salva tienen hoy 8 y 11. Su marido, Salvador, está «mal, para qué nos vamos a engañar». También en tratamiento psicológico. Y psiquiátrico. María José Carrillo, la médico del 061 que alejó de los escombros a los dos críos (y a otros muchos vecinos, aquel día), aún recuerda cómo el pequeño Sergio agarraba con fuerza el bocadillo de salchichón que su madre le había preparado para merendar. “Como si se aferrara a la vida misma”, describe Carrillo. La vida, representada en un trozo de pan lleno de polvo y piedras; en un niño de tres años herido, sin madre, con una sola zapatilla de velcro en los pies y una camiseta de Rayo McQueen.
No es la única, ni mucho menos, que necesita ayuda para cerrar unas heridas que, «hasta después de estar curadas, se vuelven a infectar», observa Cristóbal Meca. Aquella misma mole de ladrillos y hormigón que rozó la vida de la familia Meca sí acabó matando a Toñi, una vecina de la misma calle que intentaba proteger a sus dos hijos de 3 y 6 años. Lo consiguió. Sergio y Salva tienen hoy 8 y 11. Su marido, Salvador, está «mal, para qué nos vamos a engañar». También en tratamiento psicológico. Y psiquiátrico. María José Carrillo, la médico del 061 que alejó de los escombros a los dos críos (y a otros muchos vecinos, aquel día), aún recuerda cómo el pequeño Sergio agarraba con fuerza el bocadillo de salchichón que su madre le había preparado para merendar. “Como si se aferrara a la vida misma”, describe Carrillo. La vida, representada en un trozo de pan lleno de polvo y piedras; en un niño de tres años herido, sin madre, con una sola zapatilla de velcro en los pies y una camiseta de Rayo McQueen.